En su libro sobre “La Monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional”, Rafael Gambra –probablemente el pensador más penetrante del tradicionalismo español del siglo XX- describió, glosando a Vázquez de Mella, el carácter federativo de la Monarquía española.
Carácter determinado no por una elaboración ideológica o una pretensión racionalista, sino por el proceso histórico mismo de formación de nuestra monarquía, que es el de la formación de España. La monarquía española unificó bajo una sola corona los distintos reinos peninsulares en un proceso federativo, catalizado por la empresa común de la Reconquista, por el que los distintos reinos se fueron integrando en una unidad superior sin perder sus instituciones y leyes propias.
Las distintas “naciones” españolas –en el sentido que tenía entonces el término, muy ajeno al acuñado por la Revolución Francesa- formaron esta unidad superior por agregación voluntaria y mutuamente respetuosa, bajo esa condición precisamente de que cada uno respetase la personalidad propia de los demás. Desde esta perspectiva hay que entender lo que eran los fueros y libertades regionales, que no eran graciosa concesión del poder supremo, sino reconocimiento de un derecho previo compatible con la integración en una superior empresa común.
El advenimiento de centralismo de nueva planta importado por los borbones y el triunfo del Estado liberal más tarde, con la supresión de los últimos fueros regionales a raíz de la derrota militar del Carlismo, posibilitó el afianzamiento de una nueva concepción unitaria de España y el concepto cerrado de nación que dura hasta nuestros días.
Las actuales autonomías han supuesto un intento de recuperación del poder regional, pero viciado desde su origen al haberse llevado a cabo desde los postulados ideológicos del estado liberal a la manera de un nuevo decreto de nueva planta. La falta del vector unificador interno –que en nuestro caso venía proporcionado por la unidad católica- y el pluralismo atomizador de las sociedades modernas, disolvente del sentido de pertenencia que fundamenta el patriotismo, han hecho que las autonomías resulten un elemento centrífugo de disgregación nacional, que tiene su máxima expresión en la desafección de Cataluña, uno de los dos polos principales –la Corona de Aragón- sobre los que se construyó la unidad española.
La reivindicación secesionista catalana ha vuelto poner sobre el tapete el tema del federalismo, ingenuamente planteado ahora como una fórmula para preservar una unidad gravemente amenazada. Se trataría de darle a Cataluña –y no se sabe si también a otras regiones y “nacionalidades”- esas famosas “estructuras de Estado”, a cambio de preservar un gobierno central para la "cogobernanza" con no se sabe exactamente qué funciones, y aceptando que España dejara de ser la patria común de todos los españoles.
Al carecer la España actual –reducida en los años de el gobierno Rajoy a la “marca España” y a la Constitución del 78- de ese elemento unificador interno y de esa pulsión colectiva de proyección en lo universal, la fórmula podría ser el paso final a la desintegración de una nación que ha cumplido más de cinco siglos de vida en común.
Pensaba en estas cosas mientras recorría las tierras de Portugal, la “nación hermana” que por infortunados avatares históricos quedó fuera de una unidad superior de todos los antiguos reinos de la Península Ibérica.
El Carlismo señaló siempre tres objetivos irrenunciables para la política exterior española: la proyección de España en América, la federación con Portugal y la reintegración de Gibraltar a la soberanía española.
Revisando nuestra situación como país en el mundo actual –en la que se aprecia una llamativa ausencia de una auténtica visión de cuál ha de ser la proyección de España en el mundo- estos objetivos mantienen todas su vigencia.
El abandono de la Unión Europea decidido por el Reino Unido hace urgente, y es al tiempo una oportunidad para volver a plantear la cuestión de Gibraltar.
El preocupante problema demográfico que padecemos –de previsibles devastadoras consecuencias si no se corrige a tiempo- permite una nueva dimensión a nuestra proyección americana, ofreciendo la ocasión de abrir ordenadamente las puertas a la inmigración hermana de las naciones hispanas.
Finalmente, la común pertenencia a la Unión Europea y los lazos creados por la economía global, las empresas trasnacionales y las modernas comunicaciones, facilitan extraordinariamente el estrechamiento de nuestras relaciones fraternas con Portugal para la creación de un espacio ibérico que reforzara el peso del flanco sur en la Unión Europea y a esa proyección iberoamericana.
Al fin y al cabo, ese "federalismo" que se propugna para el interior de España -donde en la práctica tiene una pretensión "desfederalizadora" en cuanto trata de revertir la pulsión integradora de nuestro proceso histórico de formación como nación -, tendría mucho más sentido si se aplicara en persecución de esos tres objetivos irrenunciables que debería tener la política exterior española, y que fueron señalados por los pensadores tradicionalistas hace ya más de un siglo, sin que hayan perdido un ápice de su vigencia.
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