El Carlismo fue durante todo el siglo XIX un movimiento político de amplia base y respaldo populares. En sus mejores momentos, puede decirse que el carlismo era el partido de los católicos españoles más comprometidos y consecuentes. Entre sus filas se encontraba numeroso clero, y obispos y religiosos no ocultaban hacía él sus simpatías. Sus actos y concentraciones contaban sus asistentes por millares o incluso decenas de miles, gozaba de una abundante red de prensa y mantenía una destacada presencia parlamentaria.
Esta significativa participación del carlismo en la vida nacional se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX y la década de los años 30, en los que el sectarismo de la II República produjo un nuevo aluvión de simpatizantes. En el alzamiento del 18 de julio y la subsiguiente Guerra Civil, el carlismo jugó un papel decisivo, al menos durante los primeros meses de la contienda. El forzado y unilateral Decreto de Unificación promulgado por Franco en abril del 37, supuso un fuerte mazazo para la supervivencia del Carlismo, al que situó en la disyuntiva de elegir entre la sumisión a un incipiente totalitarismo de partido único o la resistencia y la persecución. La mayor parte del carlismo optó por lo segundo y sufrió las consecuencias, siendo desplazado del Régimen que administró la victoria conseguida con tanta sangre y tanto sacrificio. No obstante, sería injusto no reconocer que algunas de sus ideas contribuyeron a la construcción del nuevo Estado, si bien más en los aspectos teóricos que en la práctica real del acontecer político.
Durante las décadas que transcurrieron hasta la designación de Don Juan Carlos como sucesor de Franco a título de Rey, el Carlismo mantuvo íntegras sus posiciones doctrinales y políticas, en defensa de sus valores permanentes de Dios, Patria, Fueros y Rey, encabezado por un príncipe que se conservó fiel al ideario tradicionalista. Mantuvo así sus bases populares y una presencia discreta, pero significativa, en la vida española.
La década 1965-1975 fue una época convulsa y repleta de episodios de hondo calado histórico. En el plano político, se concretaron las previsiones sucesorias con el nombramiento de Don Juan Carlos de Borbón como sucesor del Caudillo. En el eclesiástico, tuvo lugar el Concilio Vaticano II y la Iglesia se vio violentamente sacudida por el progresismo religioso, con un balance desolador de secularizaciones, anarquía litúrgica, rebelión contra la jerarquía y confusión doctrinal en amplios sectores del catolicismo. Las llamadas comunidades de base propiciaron una infiltración marxista en el interior de la Iglesia, y sirvieron de ariete subversivo eclesiástico y político de forma simultánea. Fueron también los años en los que Monseñor Lefebvre dejó oír su voz contra las reformas conciliares y del postconcilio, denunciando aspectos como el nuevo rito de la Misa o el documento conciliar sobre la libertad religiosa. En el terreno sociológico, y para que no faltara de nada en una coctelera explosiva, los últimos sesenta y primeros setenta fueron los años de las revueltas universitarias, de los Beatles y los hippies, de las drogas, de la revolución sexual y los anticonceptivos, del pacifismo contra la guerra de Vietnam, de los conflictos generacionales…
En el interior del Carlismo, Don Javier de Borbón -cuya salud había quedado muy mermada por un grave accidente- abdicó sus derechos en su hijo Carlos Hugo, un atractivo y prometedor joven que se dejó seducir por los vientos dominantes. Protagonista de una minuciosamente preparada operación de marketing para su lanzamiento, y rodeado de una nueva generación de carlistas inficionados por los signos de los tiempos y convencidos del amanecer de una nueva época, propició un viraje ideológico sorprendente que transmutó las viejas banderas en un irreconocible socialismo autogestionario de carácter izquierdoso y revolucionario.
El nuevo carlismo pareció inicialmente contar con un importante respaldo de las bases populares del movimiento, que percibían el agotamiento del régimen franquista y añoraban un mayor protagonismo. Sin embargo, esa transustanciación ideológica contra natura, no podía dar frutos, y tras un fugaz papel en la transición, la vía carlista al socialismo se probó un fiasco total, como no podía por menos que ser. Hoy de aquel partido carlos-huguista no quedan más que las ruinas y los estragos que causó en el Carlismo, desgraciadamente quizás irreparables, al menos en su vertiente de legitimismo dinástico. El abanderado actual que lo representa, Carlos Javier de Borbón-Parma, no se ha decidido a hacer lo único que podría sanar la herida: desmarcarse de la metamorfosis doctrinal que perpetró su padre y retomar el camino que abandonó. Navega, por el contrario, con bandera de fenicio por aguas internacionales, que es como decir, ha preferido ser un perfecto cero a la izquierda.
La década 1965-75 dio lugar, por el otro extremo del espectro carlista, a otra transmutación igualmente letal para los intereses del movimiento carlista. Un núcleo de intelectuales tradicionalistas, determinados a combatir como católicos un progresismo religioso que había colado el humo de Satanás en el interior del templo, tomaron posiciones cercanas a las del obispo Lefebvre, e introdujeron en la agenda carlista no solo elementos con implicaciones políticas -como una libertad religiosa que, mal entendida, atentaba contra la unidad católica y la confesionalidad del Estado defendidos tradicionalmente por el Carlismo-, sino también otros de carácter meramente eclesiástico, como la reforma litúrgica o la colegialidad episcopal. Aspectos importantes, incluso claves para un católico, incluso si es seglar, pero que deberían caer fuera de las competencias y campo de acción de un movimiento cuya naturaleza se supone que es de carácter político, como ha sido históricamente el carlismo a lo largo de su historia.
La no separación de la legitima toma de posición como seglares de un grupo de intelectuales católicos de su condición de representantes del carlismo, propició el que una parte del mismo se viera abocada a inmiscuirse en un territorio ajeno a su vocación política y de carácter elitista -me refiero a la élite intelectual-, de lo que sólo podía esperarse un creciente alejamiento del común sentir de los católicos españoles y de su jerarquía eclesiástica.
El carlismo tradicionalista extremo ha venido a convertirse así en un selecto gueto de carácter marcadamente académico, que a fuerza de autodepurarse y exigirse pureza de sangre, ha consumado el alejamiento de ese carlismo de los intereses, ideas y afectos del catolicismo español del pueblo llano, al que se invoca en la teoría, pero al que se abandona y desprecia en la práctica. Y que ha convertido a una parte del Carlismo, llamado por origen e historia a representar políticamente al menos a una parte del pueblo español, en un satélite en la órbita de una Fraternidad -por la que sentimos el mayor respeto- de carácter religioso y excluyente, e incierto lugar canónico.
Unos, los carlo-huguistas, y otros, los extremo-tradicionalistas, son causa en buena medida de la situación a la que ha venido a parar el Carlismo en estas primeras décadas del siglo XXI, desnaturalizado y convertido en poco más que una anécdota o una curiosidad en el panorama político nacional.
En medio queda -queremos creer que queda- la posibilidad de un Carlismo fiel a su historia y a sus principios y, sobre todo, fiel a su vocación de ser la voz política del catolicismo social español, la voz de nuestra continuidad histórica como pueblo, la de nuestra tradición nacional, la de la vieja Monarquía Hispánica adaptada en lo que corresponda a un mundo que no se detiene. Un Carlismo tradicionalista, que no conservatista. Católico en el verdadero sentido del término. Patriota de patrias chicas llamadas a la unidad en una empresa universal. Monárquico de reyes comprometidos con el ideal hispánico, y no meros figurines de las revistas de papel cuché. Defensor de la sociedad orgánica y de la autarquía social. Representante de las libertades del hombre histórico y concreto. Que no desdeña los intereses materiales, porque sabe que aunque no sólo de pan vive el hombre, también necesita el pan para vivir. Un Carlismo, en definitiva, sin transubstanciaciones ideológicas y también sin petrificaciones pseudotradicionalistas. Que no se confunde con el paisaje, pero que no levanta muros contra nuestros contemporáneos.
Un Carlismo abierto a la esperanza y a la caridad política, sabedor de que a nosotros nos corresponde la lucha, y sólo a Dios la gloria y el triunfo.
Un Carlismo al que, no viendo como realidad, seguimos añorando al menos como posibilidad.
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